La educación Luis García Montero
¿Qué puedo aprender de ti? Esa es la pregunta que se repiten los buenos profesores, aquellos que tienen algo importante que enseñar. ¿Qué puedes enseñarme tú para que mi labor docente sea un proceso de aprendizaje, un esfuerzo por reconocerme y reconocer, una tarea de reconocimiento? Pregunta clave, porque nos ayuda a comprender que todos nos necesitamos y que la libertad es inseparable de la existencia compartida.
La transmisión de saberes supone una reivindicación de los vínculos. Espero de ti algo que necesito: y no para tener, sino para hacerme. Esperas de mí algo que te hace, que nos hace en común, que nos forma como individuos en comunidad. La palabra nosotros establece el presente como un lugar en el que conviven los pasados y los futuros. La educación implica la única confianza verdadera en los vínculos. Nada más vinculado que un profesor a sus alumnos, que un escritor a sus lectores, que el hablante al oyente, que las operaciones del decir y del escuchar, imprescindibles para que las palabras no acaben en palabrería y las enseñanzas no sean ruidos, sermones de catecismo o de trivialidad.
La educación sustituye las identidades posesivas del yo soy por las más abiertas del yo estoy y el yo hago. Estoy con los demás, hago con y para los demás. La dedicación a la enseñanza, igual que ocurre con la medicina, sigue siendo el más alto ejemplo de que la vida laboral no representa sólo el dominio de una tecnología, sino también el ejercicio de una vocación, una llamada que genera en su hacer sentimientos de utilidad, de servicio público y de ciudadanía. La crisis del amor pedagógico parece inevitable en el imperio de la tecnocracia.
No existe contrato social sin contrato pedagógico, sin compromiso con el saber estar y el saber hacer en el nosotros. La libertad no es una selva en la que cada cual impone su ley, la del más fuerte o el más desalmado, sino la obligación de crear un marco de convivencia en el que todos los individuos puedan realizar de forma pacífica, libre y respetuosa sus propias vidas. Por eso el contrato pedagógico es la raíz de la sociedad justa, de la libertad social, de la comunidad que comprende su razón de ser. Afirmó Antonio Machado que no hay nada verdaderamente importante en la vida que no pueda o deba explicarse a un niño o una niña. Basta con encontrar el lenguaje apropiado. Y eso es en el fondo una sociedad, el deseo de un lenguaje, el esfuerzo común para encontrar las palabras que conforman las constituciones, los códigos, los valores públicos y las conciencias.
La defensa de una educación pública libre, común a todos los ciudadanos, sin desigualdades provocadas por el sexo, el poder económico o las identidades cerradas del yo soy, supone la verdadera apuesta por la igualdad y la libertad. El camino que va de los hogares familiares a la escuela pública es la mejor metáfora de la democracia. La nación que no se toma en serio sus inversiones en la educación pública se convierte en una empresa, en una selva, en un vodevil de corruptos y de manipuladores del lenguaje, pero no en una comunidad. Deberían avergonzarse todos los que levantan las banderas nacionales con palabrerías huecas mientras descuidan la educación pública y la formación de sus ciudadanos. Y deberían sentir orgullo de patriotas los que se entregan por vocación a la enseñanza, los que se preguntan todos los días delante de sus alumnos ¿qué puedo aprender de vosotros?, ¿cómo puedo convertir el ayer y el hoy en un mañana no sólo legal, sino legítimo? Resulta poco convincente un patriotismo que no se funde hoy en la defensa radical de los derechos públicos de una sociedad. Y no hay nada más radical que la cultura y la educación.
Felicito a mis compañeros y compañeras de CCOO por el trabajo realizado, por su coraje en la defensa de la educación pública. Y los animo a seguir, junto a las demás fuerzas sindicales y a las organizaciones de padres y alumnos que han levantado la marea verde, para que la educación sea la raíz de una sociedad más libre, más justa y más sabia. Cada vez que me habéis invitado a hablar, yo he aprendido a escuchar. Y, al escuchar, he aprendido mucho con vosotros y con vosotras.
La transmisión de saberes supone una reivindicación de los vínculos. Espero de ti algo que necesito: y no para tener, sino para hacerme. Esperas de mí algo que te hace, que nos hace en común, que nos forma como individuos en comunidad. La palabra nosotros establece el presente como un lugar en el que conviven los pasados y los futuros. La educación implica la única confianza verdadera en los vínculos. Nada más vinculado que un profesor a sus alumnos, que un escritor a sus lectores, que el hablante al oyente, que las operaciones del decir y del escuchar, imprescindibles para que las palabras no acaben en palabrería y las enseñanzas no sean ruidos, sermones de catecismo o de trivialidad.
La educación sustituye las identidades posesivas del yo soy por las más abiertas del yo estoy y el yo hago. Estoy con los demás, hago con y para los demás. La dedicación a la enseñanza, igual que ocurre con la medicina, sigue siendo el más alto ejemplo de que la vida laboral no representa sólo el dominio de una tecnología, sino también el ejercicio de una vocación, una llamada que genera en su hacer sentimientos de utilidad, de servicio público y de ciudadanía. La crisis del amor pedagógico parece inevitable en el imperio de la tecnocracia.
No existe contrato social sin contrato pedagógico, sin compromiso con el saber estar y el saber hacer en el nosotros. La libertad no es una selva en la que cada cual impone su ley, la del más fuerte o el más desalmado, sino la obligación de crear un marco de convivencia en el que todos los individuos puedan realizar de forma pacífica, libre y respetuosa sus propias vidas. Por eso el contrato pedagógico es la raíz de la sociedad justa, de la libertad social, de la comunidad que comprende su razón de ser. Afirmó Antonio Machado que no hay nada verdaderamente importante en la vida que no pueda o deba explicarse a un niño o una niña. Basta con encontrar el lenguaje apropiado. Y eso es en el fondo una sociedad, el deseo de un lenguaje, el esfuerzo común para encontrar las palabras que conforman las constituciones, los códigos, los valores públicos y las conciencias.
La defensa de una educación pública libre, común a todos los ciudadanos, sin desigualdades provocadas por el sexo, el poder económico o las identidades cerradas del yo soy, supone la verdadera apuesta por la igualdad y la libertad. El camino que va de los hogares familiares a la escuela pública es la mejor metáfora de la democracia. La nación que no se toma en serio sus inversiones en la educación pública se convierte en una empresa, en una selva, en un vodevil de corruptos y de manipuladores del lenguaje, pero no en una comunidad. Deberían avergonzarse todos los que levantan las banderas nacionales con palabrerías huecas mientras descuidan la educación pública y la formación de sus ciudadanos. Y deberían sentir orgullo de patriotas los que se entregan por vocación a la enseñanza, los que se preguntan todos los días delante de sus alumnos ¿qué puedo aprender de vosotros?, ¿cómo puedo convertir el ayer y el hoy en un mañana no sólo legal, sino legítimo? Resulta poco convincente un patriotismo que no se funde hoy en la defensa radical de los derechos públicos de una sociedad. Y no hay nada más radical que la cultura y la educación.
Felicito a mis compañeros y compañeras de CCOO por el trabajo realizado, por su coraje en la defensa de la educación pública. Y los animo a seguir, junto a las demás fuerzas sindicales y a las organizaciones de padres y alumnos que han levantado la marea verde, para que la educación sea la raíz de una sociedad más libre, más justa y más sabia. Cada vez que me habéis invitado a hablar, yo he aprendido a escuchar. Y, al escuchar, he aprendido mucho con vosotros y con vosotras.
Luis García Montero
(Palabras leídas en la inauguración del 11 Congreso de la Federación de Enseñanza de CC.OO)