A propósito del mérito
Bruno Trentin
(L´ Unità, 13 de julio de 2006)
La meritocracia como criterio de selección de los individuos en el trabajo es una moda que vuelve al lenguaje de la izquierda y del centroizquierda desde 1989. Incluso de antes con el descubrimiento de Claudio Martelli en un congreso del Partido socialista italiano sobre la validez de una sociedad «de los méritos y los deseos». En realidad, desde los ilustrados se rechazó la meritocracia que presuponía la legitimación de la decisión discrecional de un «gobernante» ya fuera un encargado, un jefe, un profesor universitario o, naturalmente, un político en la máquina gubernamental.
Ya Rousseau y, con él, Condorcet rechazó con fuerza cualquier criterio, diferente del conocimiento y de la cualificación especializada, de valoración del «valor» de la persona, y lo reconocían como mera expresión de un poder autoritario y discriminatorio. Pero desde entonces, con el viento a favor en las empresas de una cultura del poder y la autoridad, el recurso al «mérito» (no sólo y no tanto por la cualificación y competencia evaluada) siempre tuvo como objetivo sancionar –desde la primera revolución industrial al fordismo-- el poder indivisible del patrón o del gobernante, y el significado de redimensionar cualquier valoración basada en el conocimiento y el «saber hacer»; se valoró, sin embargo, como factores determinantes criterios como la fidelidad, la lealtad en las discusiones con el superior, la obediencia y en aquel contexto del fordismo la antigüedad en la empresa.
Durante toda mi vida de sindicalista he tenido que ajustar las cuentas a la meritocracia. Es decir, al recurso del concepto de «mérito», usado (incluso en términos salariales) como correctivo del reconocimiento de la cualificación y de la competencia de los trabajadores. Y, sobre todo en los años sesenta del siglo pasado, cuando me enfrenté a la estructura de las retribuciones en la FIAT y otras grandes fábricas, y descubrí la función antisindical de los “complementos” o “premios” de mérito, cuando éstos –además de dividir a los trabajadores de la misma cualificación o de la misma tarea, acabaron por representar una forma diferente de encuadramiento, de promoción y de mando de la persona, impuesto a los empleados, por una división normativa --que nada tenía que ver con la eficiencia y funcionalidad que estuvo vigente hasta la mitad de los años setenta-- que era a cambio de la garantía del puesto de trabajo y de la fidelidad a la empresa.
Era un sistema de encuadramiento y organización del trabajo dependiente claramente alternativo a la cualificación definida por el convenio colectivo nacional y de empresa. Muy pronto esta práctica de los premios de mérito (o de los premios tout court) alcanzó al ejercicio de la huelga y al absentismo individual (incluso por enfermedad); fue cuando ante unas pocas horas de huelga –o como resultado de un accidente de trabajo, me acuerdo de un suceso en la Italcementi-- las empresas suprimieron seis meses de premio. Esta concepción del mérito (de la meritocracia, de la promoción sobre la base de una decisión inapelable de una autoridad «superior») fue suprimida por la lucha de los metalúrgicos en 1969 tras la aprobación del Estatuto de derechos del trabajo que, en 1970, daba cuerpo a la gran idea de Giuseppe Di Vittorio dieciséis años antes. Sin embargo, una parte de la izquierda (los parlamentarios del PCI) se abstuvieron en el momento de su aprobación con la excusa de que no estaban en el Gobierno.
Sin embargo, lo más interesante de observar es cómo, con la crisis sucesiva del fordismo y la transformación de la filosofía de la empresa --con la flexibilidad y también la responsabilidad que incumbe al trabajador sobre los resultados cuantitativos y cualitativos de su trabajo-- aquello acabó en Italia con el resurgir de formas más autoritarias de taylorismo, particularmente en los servicios; una filosofía santificada no sólo por el mito del manager que se abre camino a codazos y con las stock options, sino también con la ideología del liberalismo autoritario.
Con los «yuppis» que privilegiaban la inversión financiera a corto plazo volvió el imperio de la meritocracia (en términos de conocimiento) a los estratos más frágiles. En esta nueva transformación del sistema industrial, y a veces a su pesar, ha contribuido –debemos reconocerlo— al igualitarismo salarial que exigía una parte del movimiento sindical a partir del acuerdo sobre el punto único de la escala móvil. Que ha dado, en un mercado laboral donde prevalece la diversidad (incluso de conocimientos) y en el que es necesario reconstruir la solidaridad entre personas y entre los diferentes, una substancial legitimación en las empresas que han sabido recrear una relación diversa (autoritaria, aunque compasiva) con la persona, sobre la base de una incomprensiva meritocracia. No es casual, por otra parte, que en estos tiempos el concepto de mérito –sinónimo de obediencia y deber-- haya encontrado un punto de referencia en el sistema de promoción y reconocimiento en las organizaciones militares en la relación con los subordinados.
Se puede hacer las mismas observaciones para las «necesidades», contrapuestas en los años sesenta del siglo pasado, a las demandas que prevalecían por parte de los ciudadanos de la sociedad de consumo. Esta era también la convicción de un gran estudioso marxista, Paul Sweezy. Sweezy oponía los «needs» (las necesidades reales) a los «wants» (las demandas, los deseos), atribuyendo implícitamente a un estado ilustrado y autoritario la selección «en el interés de los ciudadanos» de unos y otros. Como si no fueran a la par los tiempos en que las demandas y los deseos –incluso influenciados por la publicidad (frente a las duras opciones y las prioridades impuestas por la condición del trabajo y las luchas de los trabajadores) se trasforman gradualmente en derechos universales. Mediante los cuales, los ciudadanos, los trabajadores (no un patrón o un Estado ilustrado) a través del conflicto social consiguieron avanzar en la misma noción de democracia.
¿Méritos y necesidades o capacidades y derechos? Puede parecer una cuestión de vocabulario, pero en realidad la meritocracia esconde el gran problema de la afirmación de los derechos individuales de una sociedad moderna. Y lo que sorprende es que la cultura de la meritocracia (aunque como antídoto de la burocracia, como si la meritocracia no fuera el pilar de la burocracia) haya aparecido en el lenguaje de la izquierda misma, y con el predominio cultural del liberalismo neoconservador y autoritario, como un valor a redescubrir. Mientras en Europa y en el mundo, más allá de nuestro país, los más autorizados juristas, los más prestigiosos estudiosos de la economía y sociología (Bertrand Swartz, Amartya Sen y Alain Supiot) se han esforzado en señalar y volver a descubrir los criterios de selección y oportunidades del trabajo cualificado, capaces de reconciliar –no para unos pocos sino para todos-- libertad y conocimiento, de imaginar un crecimiento de los saberes como un factor esencial, de encorajar y prescribir, introduciendo así un elemento dinámico en el incremento cultural de la sociedad de la sociedad contemporánea. La «capability» de Amartya Sen no comporta solamente la garantía de una incesante movilidad profesional y social que debe inspirar un gobierno de la flexibilidad que no se traduzca en precariedad y regresión. Pero esta representa también la única oportunidad (sólo eso, que no es poca cosa) de reconstruir siempre en la persona las condiciones de autorrealización, «gobernando» su propio trabajo.
¿Por qué esta sordera? Tal vez porque con una opción acrítica de la «modernización» nos plegamos a la exhumación –en plena revolución de la tecnología y de los saberes-- de los más viejos dictados de una ideología autoritaria. Quizás ahí se encuentra la explicación (aunque espero equivocarme) de la razón por la que a pesar de importantes propuestas programáticas del centroizquierda italiano, para afirmar una sociedad del conocimiento como condición no sólo de «dar empleo» sino para afirmar nuevos espacios de libertad a las jóvenes generaciones, la clase dirigente (incluso la de izquierdas) finalmente se detendrá, en definitiva, ante la opción, ciertamente muy costosa, de practicar en la escuela y en la universidad e incluso en las empresas y territorios, un sistema de formación a lo largo de todo el arco de la vida, un sistema de formación, tal como sostenía el Pacto de Lisboa, a todos los ciudadanos y no sólo a una élite restringida de técnicos o investigadores, de la que es justo partir.
(1) Amartya Sen proporciona tres pistas sobre la capability: 1) la frase “una persona, que es capaz de hacer ciertas cosas básicas”; 2) los ejemplos proporcionados (las habilidades de trasladarse y de satisfacer los requerimientos nutricionales, los medios para vestirse y alojarse, el poder de anticipar en la vida social de la comunidad; y 3) lo que las cosas buenas hacen por los seres humanos.
Versión castellana de Jose Luís López Bulla
7 de desembre del 2013
A propòsit del mèrit, article de Bruni Trentin
...