Un elemento novedoso en los currículos de la LOMCE, extraño a nuestra tradición y lenguaje pedagógico, es el de estándares de aprendizaje evaluables, término procedente del ámbito anglosajón y muy extendido, por influencia, en países de Sudamérica (Chile [1], Perú [2], Colombia [3], Ecuador [4]). Conviene, entonces, hacer un análisis crítico de su sentido y función a desempeñar. El currículo básico de la Educación Primaria (BOE, 1/03/14) los define [5] como
“especificaciones de los criterios de evaluación que permiten definir los resultados de aprendizaje, y que concretan lo que el alumno debe saber, comprender y saber hacer en cada asignatura; deben ser observables, medibles y evaluables y permitir graduar el rendimiento o logro alcanzado. Su diseño debe contribuir y facilitar el diseño de pruebas estandarizadas y comparables”.
Destacan dos dimensiones: concretan los que los alumnos deben saber y serán la base de las pruebas externas o reválidas. Si se analizan, más bien especifican y concretan los contenidos correspondientes, con los que suelen corresponderse.
Esto hace que estén llamados a constituirse en el currículo real: marcarán el referente de indicadores para las evaluaciones, promoción y pruebas de reválidas. Recordando los otrora “objetivos operativos”, por su carácter observable, medible y evaluable, aún cuando muchos de los que aparecen no cumplan estas condiciones, son en exceso positivistas o reductores de la labor educativa. En una recentralización del currículo marcan lo que hay que enseñar y aprender, es lo que se evaluarán en las pruebas externas, convirtiendo todo el currículo en “enseñar para las pruebas” (TTT: Teaching to the test, que dicen los americanos).
Estas pruebas externas serán la base de los rankings que se establezcan de los centros mediante publicaciones oficiales (art. 147.2 de la nueva Ley) que, junto a las subvenciones a la concertada según demanda social, orientarán mercantilmente nuestro sistema educativo, en unas acciones dirigidas a fomentar la “calidad” mediante la competencia intercentros por conseguir clientes, como se hace en el mundo empresarial. Provocan el “cierre” definitivo del currículo, al tiempo que impiden la autonomía de los centros en el desarrollo curricular que retóricamente, por otro lado, se proclama. Y, sin embargo, cabe un uso progresista, que no es al que se dirige la LOMCE: aquellos aprendizajes y competencias imprescindibles que nos comprometemos que adquieran todo el alumnado. Pero, claro, esto significaría cambiar su sentido y función (junto a su formulación).
Es preciso advertir que establecer los “estándares de aprendizajes”, en aquellos países que los están haciendo es un proceso complejo de consulta y de validación. En el caso de Chile han participado un amplio grupo de expertos nacionales e internacionales, sometidos a consulta de los actores implicados y, finalmente, aprobados por el Consejo Nacional de Educación. Así, por ejemplo, la necesaria “pertinencia del nivel de exigencia de los estándares” no puede ser establecida a priori, menos desde un gabinete, exige su validación práctica para ver empíricamente que son alcanzables y en qué grado por la población respectiva. Por eso solo se han podido establecer para algunos cursos y grados, en un proceso –sujeto a revisión– que durará mucho tiempo. Como dice un experto, como Gillermo Ferrer [6], su establecimiento precisa del debate, de compromisos entre los diferentes grupos de interés. En España no hace falta, se escriben desde una mesa algunas “lindezas”, que no quiero reseñar.
Sin embargo, no cabe poner la esperanza de la mejora de la calidad de la educación en los estándares evaluados por las pruebas externas y el ranking intercentros. Chile lleva treinta años y, aunque ha superado algo a otros países limítrofes, sigue estando en los últimos lugares de PISA [7]. No en vano, Bachelet quiere ahora promulgar una nueva Ley de Educación que rompa definitivamente con el modelo heredado de Pinochet.
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